Es difícil expresar con palabras verdaderas aquello que no puede ser pronunciado. Por llamarlo de alguna forma, Lao Tse lo llamó el Tao. Y es precisamente bajo ese juego de palabras difíciles desde donde parte el autor para adentrarse en una profundidad aún mayor, en algo que, de no ser descrito y explicado, podría parecer evidente sin serlo. Desde la cárcel, Mario Conde profundizó en aquello que se ocultaba entre tinieblas, esa voz y ese verbo que, a pesar de ser descrito y traducido por muchos, encierra dentro de sí un misterio poderoso. El Tao es algo más que la suma de sus palabras. Los significantes que de él se extraen podrían parecer unos u otros según la interpretación que diéramos cada uno de nosotros. El Tao que se puede explicar no es el Tao eterno. Por eso, el autor, en un trabajo lucido y profundo, no pretende ninguna explicación, sino acercarnos a eso que no tiene nombre pero que necesita de palabras para poder llegar a nosotros, palabras que confunden y alteran, aparentemente, la expresión inicial. Sin embargo, más allá de las “diez mil cosas”, existe una esencia, un hilo conductor, que da sentido a todo cuanto se describe. Por eso, acercándose sin deseo pero con valentía, el autor puede divisar la puerta de todo Misterio, y acercarnos, por entre las brumas de esas tinieblas, al verdadero sentido del Tao. Tal y como nos dice el autor, “en los libros que he leído sobre el Tao Te King, los autores consumen tiempo y espacio en buscar, en tratar de adivinar el sentido último de las palabras de Laozi. Imposible. Nunca sabremos qué sentido tenían para alguien que hace más de dos mil quinientos años que dejó de existir como producto humano”. Entonces, ¿qué sentido produce la lectura de La Palabra y el Tao? ¿Hacia qué conclusiones nos conduce? Eso es precisamente lo que hace único el texto que presentamos.